20110524

Me encantas.

-Me encantas -le comenté al tiempo que sonreía con la naturalidad con la que caen las hojas en otoño, o salen las flores en primavera.
-No seas idiota.
-No lo soy.
-Lo eres, has dicho que te encanto -exhalo un breve suspiro, propio de la desesperación que se siente cuando uno intenta explicar a un niño pequeño qué es el amor.
-Me encantas -repliqué nuevamente.- Me encantas y me encantas, ¿qué hay de malo en eso?
-Que soy yo.
-Es por ello por lo que me encantas.
-Eres un idiota -dijo al tiempo que ocultaba aquella sonrisa.


Mantuvimos nuestras cabezas alejadas de la realidad por un instante. Ella miraba al infinito, buscaba algo que no podía ofrecerle. Yo la miraba a ella, haciendo lo imposible por no sonreír como un estúpido.
El cielo vestía un turquesa terciopelo, daban ganas de saltar y abrazarlo. Serían cerca de las siete y media, quizás más tarde, no estoy seguro. Pero hacía calor, mucho calor, en fechas en las que no tocaba. Ese año se había adelantado, nos había cogido por sorpresa.


-Me encantas. Podría repetírtelo toda la vida: cada año, cada mes, cada semana, cada día, cada hora, cada segundo. A cada paso o suspiro que dieses. Sólo si tú quisieras claro
-Eres un auténtico idiota. Sólo un idiota como tú podría hacer eso.- Declaró ella sin poder ocultar la hermosa sonrisa que se dibujaba en su cara.
-Nunca he sido una persona especialmente lista.-Dije guiñándole un ojo.
-No hace falta que me lo jures.-Soltó entre carcajadas.


El resto del día transcurrió como si tal cosa. No ocurrió nada digno de recordar, ni el cobrizo atardecer que nos arropó durante el camino de vuelta hasta nuestra despedida; ni el beso que me robó cuando menos me lo esperaba.
Aquella noche no podía dormir, puede que fuese cosa del calor, o que aquello no fuese más que una burda excusa para no admitir que estaba enamorado. Miraba fijamente al techo y daba vueltas en la cama. Mentalmente intenté componer un poema que expresase fielmente mis sentimientos. Nunca fui bueno escribiendo nada. Finalmente me dormí. A la mañana siguiente, noté un sabor salado en la boca. Tenía la cara húmeda y los ojos hinchados. No entendía muy bien que había pasado. Las cosas dejaron de tener sentido cuando encontré un papel emborronado de tinta sobre mi mesa. Observé con cuidado los dos versos que aparentemente había escritos en mitad de la mancha:
<< Te arrancaré los labios de un mordisco
      para robar todos los besos que me debes...>>


Me miré el canto de la mano. Estaba manchado de tinta.

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