20110713

Déjame hacerte mía.

Déjame vestirte esta noche 
y mostrarte el sabor de la muerte.
Déjame vaciar tus pulmones
y pintarlos del color de la amargura.
Déjame probar los secretos de tu cuerpo,
y rondar por la espesura de tu ser.
Déjame enseñarte el verdadero color de la luna
y su mirada cobriza al amanecer.
Déjame llenar de frío tu cuerpo
y desaparecer con tu mirada.
Déjame probar la sangre de tus labios
y volverme llamarada en tu interior.
Déjame lamer tus sórdidas lágrimas
y seducirte sin compasión.
Déjame mentirte esta noche
y escribir sobre tu último adiós.

20110703

Techo blanco de escayola

Te despiertas un día. Tus músculos están agarrotados, entumecidos, como si nunca antes los hubieses utilizado. 
Te despiertas un día. La mente perdida, en blanco, sin ningún recuerdo, idea o emoción.
Te despiertas un día. Tanteas con las manos en busca de las luces que bailan en la oscuridad.
Te despiertas un día. Y sientes como se apodera de ti, como te cubre con su cuerpo, como sus gélidos besos se convierten en cuchillas al roce de tu piel, como se impregna el aire del hedor macilento de la sangre.
Te despiertas un día. Y te preguntas si acaso no es un sueño ya escrito, ya vivido por una mano pálida y fría, insegura pero muerta; la marioneta de una mente retorcida y atormentada, temerosa de su propia existencia: algo que no es, movido por algo que no será.
Te despiertas un día. Abres los ojos como si no conocieses nada. Pero así es. Tan sólo esperas que al abrir los ojos, la oscuridad esclarezca, se escabulla de tus ojos y así ver el techo de escayola que tanto odiabas.
Te despiertas un día. Y abres los ojos: esperas que no esté allí, que ocurra algo nuevo, algo desconocido, algo que pueda proveer de sentido a tu mísera y patética vida. Pero sabes que estará allí, esperándote: blanco, ligeramente liso, ligeramente agrietado.
Te despiertas un día. Lloras y no sabes por qué. Quieres abrir los ojos, pero las lágrimas te lo impiden. Tus ojos están secos, resentidos por las amargas cenizas que pueblan tu rostro al tiempo que cabalgan hacia la puesta de adiós.
Te despiertas un día. Y sientes que sus labios llenan los tuyos. Puedes olerlos, saborearlos, sentirlos, hacerlos tuyos para la eternidad. Pero tú únicamente te limitas a abrazarla fuerte pero inútilmente, a clavar tus ojos sobre los suyos y notar como mueres por dentro: cada átomo, cada partícula, cada célula, cada epitelio, cada órgano, cada rincón apartado dentro de tu ser. Sólo te limitas a sentir lástima y arrepentirte, a ser el inútil que la abraza y la ama mudo: en silencio. Sólo te limitas a clavar tu pupila sobre su pupila y nada más.
Te despiertas un día. Y abres los ojos: el techo se apodera de ti. La boca te sabe a óxido y dibujando tus labios, pasas la lengua buscando el más mínimo rastro de sangre. Pero no encuentras más que un sabor negro y hondo, a quemado. Suspiras expirando todo tu ser de forma violenta. Miras al techo nuevamente. Puedes ver un manto de estrellas escondido allí, alto e inalcanzable. Hace una noche preciosa, sopla aire fresco y el cielo está rojo: no hay estrellas, no hay luna, sólo un techo blanco de escayola.
Te despiertas un día. El sol se refleja en tu cara, pero no hay ventanas. Su recuerdo invade tu presente. Como de costumbre, te mientes sobre tus sentimientos, y vuelves a dormir. Y dormir.
Te despiertas un día. Y estás muerto. Recuerdas la textura de la sangre bailando con tu lengua, jugueteando entre tus dedos. Como iba abandonando cada parte de tu cuerpo y te abrazaba, suave y cálida. Recuerdas como la soledad se volvía tu interior y fluía por tus venas, llenándote, poseyéndote.
Un día estás muerto, y no te despiertas...
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